Julio Cortázar: Después del almuerzo
No es fácil mostrar lo que sabemos que, tras una mirada intensa, resultará desagradable. Las deformidades, en nuestra sociedad entregada a lo superficial y lo bello a simple vista, son sancionadas con el desprecio y el rechazo. Parece que cada vez la gente es más guapa -hay menos orejas separadas de la cabeza dramáticamente, al estilo campesino; menos entrecejos como cuerpos de ciempiés; menos taras de nacimiento- y no es menos cierto que cada vez se arregla más y cuida más su aspecto. Sociedad rica la nuestra, que obliga a ocultar y a solo mostrar lo que a nadie extraña.
En este relato hay un chico que sale con un ser que tiene una deformidad que repugna si te fijas un momento. Y, como está cansado de sacarlo a pasear -no importa que el otro sea su hermano-, planea abandonarlo lejos de casa. Quién sabe si los propios padres no sentirán alivio, piensa, semejante al que él experimenta durante los minutos en que lleva a cabo su acto despreciable alejándose del ser indefenso y dejándolo solo lejos de casa. Se libra, así, del monstruo, se libran todos: como nos libramos de lo desconocido, de lo que puede inquietarnos si nos miramos fijamente en un espejo o en el fondo del alma mientras reposamos en un sillón. Es el miedo a lo diferente de lo que habla el relato, el miedo a lo que no es aceptado a simple vista, a lo que no es lo que todos esperamos que ha de ser.
El arrepentimiento viene dado cuando hay un padecimiento físico en el chico, cuando una molestia física lo ataca y lo deforma tras abandonar al ser débil-otros muchachos lo ven y captan su sufrimiento, se ofrecen a ayudarlo para que se ponga bien-; no hay un arrepentimiento moral, una decisión mental, un impulso emotivo. Lo físico responde a lo físico. Pero el rechazo va a continuar, el desprecio va a continuar, el deseo de que el otro deforme desaparezca va a continuar. Porque para cambiar una idea es necesario algo más que un sudor, un calambre en el estómago, un padecimiento de la voluntad momentáneo.
