Julio Cortázar: Carta a una señorita en París
Ah, la calle Suipacha, esa que dio nombre a la tertulia que fundamos José Luis Campos Duaso, Juan Herrezuelo y el que suscribe, y por la que pasaron Miguel Ángel Muñoz, Ana Fernández Hagen, Carlos Espinar, Antonia Moreno Cañete, Jacinto Castillo...
Juan Herrezuelo recitaba fragmentos de este relato, uno de los primeros de los que me habló cuando me narraba su fascinación por el universo Cortázar. Aún recuerdo su voz, aún recuerdo los énfasis en su voz, las modulaciones de su voz impresionada.
Cortázar cuenta de manera poética y con un sentimentalismo auténtico y transparente una historia imposible: alguien vomita conejitos. Y se vale de un prosa en estado de permanente gracia, alumbradora de imágenes sin igual, de aciertos incontenibles cuando nos habla de una casa y del orden de los objetos, de lo que se levanta dentro del viajero que hace una maleta, de lo que se se siente cuando un animalito peludo y agradecido y tierno se mueve en la palma de tu mano.
Claro que sí: Alicia y el conejo, la maravilla, el mundo que no es tal cual lo ves, sino tal cual lo imaginas apenas cruzas al otro lado. Y es que de eso se trata: de romper con el orden establecido, de cambiar la vida diurna por la nocturna, de alterar las costumbres y adelgazar la gravedad de las cosas y de los sucesos de la vida cotidiana y mancillada por las obligaciones y la necesidad de un empleo y de producir y de ser un número. Los conejitos son la invitación al cambio, la obligación del cambio, y salen de dentro del personaje narrador porque dentro de nosotros está lo que puede liberarnos, que nace raspando un poco y ocultamos por temor a ser señalados y acusados y apartados.
Ten en la mano un conejito al que acabas de dar vida y míralo y siente la mirada de sus ojitos que esperan de ti que también seas un conejito.